lunes, 18 de febrero de 2013

La corrupción en la política (1)


Hoy he leído un artículo de Eduard Punset sobre la corrupción en la política que recomiendo, como acicate para reflexionar sobre el origen de nuestro sistema político actual. En él, Punset nos recuerda que nuestro sistema democrático vigente protege y da más poder del deseable a los partidos políticos, cuyas cúpulas cerradas y Politburó eligen a nuestros representantes en lugar de los ciudadanos. El partido elige al representante, el ciudadano sólo puede elegir el partido. Citando textualmente: “Se eligió el sistema proporcional porque cualquier otro habría dejado fuera del Congreso a representantes de fuerzas minoritarias, a quienes nadie había consultado durante la dictadura franquista”. En consecuencia, “Se aplazó la verdadera reforma porque no había, en verdad, partidos políticos después de 40 años de dictadura y era evidente que había que darles, de momento, todo el poder necesario para fortalecerlos; incluido, y sobre todo, el de nombrar, en lugar de los ciudadanos, a sus representantes en el Congreso” . El modelo “concedió un poder sobredimensionado a las oligarquías de los partidos” y favoreció la progresiva aparición de “aparatos de los partidos excesivamente empeñados en la supervivencia de las propias burocracias internas”.

Por lo tanto, el sistema favoreció el crecimiento desmesurado de lo que hoy conocemos como partidos políticos nacionales (fundamentalmente PP y PSOE) que alternan el poder, y varios partidos nacionalistas con los que negocian; generando una nueva profesión llamada “político” destinada a gobernar y alejada cada vez más del ciudadano de a pié, porque  el político NO ES un ciudadano corriente que trabaja en un empleo corriente y paga sus impuestos.  Dice Punset que “Tengo la edad suficiente para haber sido testigo de que la gran mayoría de los políticos aceptaron esa dejación (de poder) solo condicionada a un plazo razonable” hasta que se hubiera consolidado el modelo democrático en España. Del dicho al hecho…

Hay varias características de este engendro democrático que tenemos entre manos que me gustaría comentar:

1.       Los partidos han ido perdiendo su fondo ideológico real, a pié de calle, a favor de un sustrato ideológico mítico. Es decir, sus  acciones concretas vienen realmente  decididas por agentes internacionales (en la macropolítica) o bien por intereses electorales o económicos locales (en la micropolítica). La ideología se identifica solamente por la presencia reiterativa de determinadas demostraciones públicas, un poco a modo de “maquillaje”, que pintan de un determinado color la cara pública del partido: defender o prohibir el aborto, las uniones LGTB, la educación religiosa, la familia, los preservativos, o el 11M. Pero esto no es ideología real, cuando la mayoría de las decisiones en los ayuntamientos, las CCAA y la nación se toman con criterios populistas o bien económicos, fuera de las necesidades reales de los ciudadanos y sin una estrategia ideológica fuerte. Por tanto, se alimenta el mito de lo que supone que es ser "de izquierdas" o "de derechas", pero no se diseñan programas con una estrategia ideológica clara. Por eso, cada vez más crece la sensación entre los ciudadanos de que todos son iguales. Para muchos políticos, recurrir a eso que llaman ideología es un medio para ganar determinados votos y dedicarse después a gobernar como les da la gana. Aprobar las uniones LGTB es una acción política buena (de fondo social) para un sector de la población; pero una acción política concreta no es una estrategia global de izquierdas, ni lo contrario de derechas. No hay estrategia global en los partidos, que defina una manera de gobernar orientada a los ciudadanos. En todo caso, existe una estrategia de marketing para “vender” el partido a un sector de la población con el objetivo de ganar el poder o continuar en él. El partido es un producto a vender, como el Mr Proper.

 
2.       Ligado con lo anterior, los partidos han perdido en buena medida su vocación de servicio público (tan ingrato muchas veces). Pasaron de agentes de SERVICIO a agentes de GOBIERNO, una vez que se creó la “profesión de político”. No es lo mismo gobernar sirviendo que gobernar mandando. A muchos de nuestros políticos les gusta gobernar y lo consideran su profesión. No quiero dar lugar a error, en mi opinión es muy positivo que una persona se presente a unas elecciones y pueda ejercer el gobierno durante un tiempo, pero considerar que gobernar al pueblo es tu profesión, desvirtúa la base de la democracia. El político es un representante del dueño del poder, que es el pueblo, no el depositario del poder en sí mismo. Por tanto, no es un gobernante porque “se lo ha ganado” sino porque “es elegido” durante un tiempo. Creerse gobernante es creerse merecedor del poder. Nadie merece el poder, ni por familia, ni por dinero, ni por méritos. El poder se recibe de prestado y es una insolencia pensar que ejercer poder es exigible, conquistable o que "uno se lo merece". El político debe ser un servidor, el primero sujeto a la ley común, humilde en su aproximación al hecho de ejercer poder y no puede creerse merecedor del escaño o el ayundamiento que gobierna.

3.       No haber trabajado en la vida o haberlo hecho poco tiempo tiene sus consecuencias. Muchos políticos no saben realmente  qué supone y qué se siente al ser autónomo, funcionario, becario, asalariado, empresario  etc y etc…. Esta desconexión de la vida real se nota en muchas cosas. Partir de las juventudes del partido X, 20 años gobernando ayuntamientos y luego diputaciones y después CCAA y etc.. te hace saber de presupuestos y decretos, de normativas e impuestos, pero no de lo que supone en la práctica vivir con todo eso. Es como los curas aconsejando sobre la vida en pareja y la sexualidad, un poco paradójico.

 Continuará…..