Hoy he leído un artículo de
Eduard Punset sobre la corrupción en la política que recomiendo,
como acicate para reflexionar sobre el origen de nuestro sistema político
actual. En él, Punset nos recuerda que nuestro sistema democrático vigente protege
y da más poder del deseable a los partidos políticos, cuyas cúpulas cerradas y Politburó
eligen a nuestros representantes en lugar de los ciudadanos. El partido elige al representante, el
ciudadano sólo puede elegir el partido. Citando textualmente: “Se
eligió el sistema proporcional porque cualquier otro habría dejado fuera del
Congreso a representantes de fuerzas minoritarias, a quienes nadie había
consultado durante la dictadura franquista”. En consecuencia, “Se
aplazó la verdadera reforma porque no había, en verdad, partidos políticos
después de 40 años de dictadura y era evidente que había que darles, de
momento, todo el poder necesario para fortalecerlos; incluido, y sobre todo, el
de nombrar, en lugar de los ciudadanos, a sus representantes en el Congreso”
. El modelo “concedió un poder sobredimensionado a las oligarquías de los partidos”
y favoreció la progresiva aparición de “aparatos de los partidos excesivamente
empeñados en la supervivencia de las propias burocracias internas”.
Por lo tanto, el sistema
favoreció el crecimiento desmesurado de lo que hoy conocemos como partidos
políticos nacionales (fundamentalmente PP y PSOE) que alternan el poder, y
varios partidos nacionalistas con los que negocian; generando una nueva
profesión llamada “político” destinada a gobernar y alejada cada vez más del
ciudadano de a pié, porque el político NO ES un ciudadano corriente que trabaja en un empleo
corriente y paga sus impuestos. Dice
Punset que “Tengo la edad suficiente para haber sido testigo de que la gran
mayoría de los políticos aceptaron esa dejación (de poder) solo condicionada a
un plazo razonable” hasta que se
hubiera consolidado el modelo democrático en España. Del dicho al hecho…
Hay varias características de
este engendro democrático que tenemos entre manos que me gustaría comentar:
1. Los
partidos han ido perdiendo su fondo ideológico real, a pié de calle, a favor de
un sustrato ideológico mítico. Es decir, sus acciones concretas vienen realmente decididas por agentes internacionales (en la
macropolítica) o bien por intereses electorales o económicos locales (en la
micropolítica). La ideología se identifica solamente por la presencia reiterativa
de determinadas demostraciones públicas, un poco a modo de “maquillaje”, que
pintan de un determinado color la cara pública del partido: defender o
prohibir el aborto, las uniones LGTB, la educación religiosa, la familia, los
preservativos, o el 11M. Pero esto no es ideología real, cuando la mayoría de
las decisiones en los ayuntamientos, las CCAA y la nación se toman con
criterios populistas o bien económicos, fuera de las necesidades reales de los
ciudadanos y sin una estrategia ideológica fuerte. Por tanto, se alimenta el mito de lo que supone que es ser "de izquierdas" o "de derechas", pero no se diseñan programas con una estrategia ideológica clara. Por eso, cada vez más crece la sensación entre los ciudadanos de que todos son iguales. Para muchos políticos,
recurrir a eso que llaman ideología es un medio para ganar determinados votos y dedicarse
después a gobernar como les da la gana. Aprobar las uniones LGTB es una acción
política buena (de fondo social) para un sector de la población; pero una acción política concreta no es una
estrategia global de izquierdas, ni lo contrario de derechas. No hay estrategia global en los partidos, que defina una manera de gobernar orientada a los
ciudadanos. En todo caso, existe una estrategia de marketing para “vender” el
partido a un sector de la población con el objetivo de ganar el poder o
continuar en él. El partido es un producto a vender, como el Mr Proper.
2. Ligado
con lo anterior, los partidos han perdido en buena medida su vocación de servicio
público (tan ingrato muchas veces). Pasaron de agentes de SERVICIO a agentes de
GOBIERNO, una vez que se creó la “profesión de político”. No es lo mismo
gobernar sirviendo que gobernar mandando. A muchos de nuestros políticos les
gusta gobernar y lo consideran su profesión. No quiero dar lugar a error, en mi opinión es muy positivo que una persona se
presente a unas elecciones y pueda ejercer el gobierno durante un tiempo, pero
considerar que gobernar al pueblo es tu profesión, desvirtúa la base de la
democracia. El político es un representante del dueño del poder, que es el
pueblo, no el depositario del poder en sí mismo. Por tanto, no es un gobernante
porque “se lo ha ganado” sino porque “es elegido” durante un tiempo. Creerse
gobernante es creerse merecedor del poder. Nadie merece el poder, ni por
familia, ni por dinero, ni por méritos. El poder se recibe de prestado y es una
insolencia pensar que ejercer poder es exigible, conquistable o que "uno se lo merece". El político debe ser un servidor, el primero
sujeto a la ley común, humilde en su aproximación al hecho de ejercer poder y no puede creerse merecedor del escaño o el ayundamiento que gobierna.
3. No
haber trabajado en la vida o haberlo hecho poco tiempo tiene sus consecuencias.
Muchos políticos no saben realmente qué supone
y qué se siente al ser autónomo, funcionario, becario, asalariado, empresario etc y etc…. Esta desconexión de la vida real
se nota en muchas cosas. Partir de las juventudes del partido X, 20 años gobernando
ayuntamientos y luego diputaciones y después CCAA y etc.. te hace saber de
presupuestos y decretos, de normativas e impuestos, pero no de lo que supone en
la práctica vivir con todo eso. Es como los curas aconsejando sobre la vida en
pareja y la sexualidad, un poco paradójico.