Hay una vieja frase: “señores,
con la iglesia hemos topado“, que hace referencia a la imposibilidad de cruzar
una barrera muy visible, que está al alcance de la mano pero es infranqueable.
A todos nos ha pasado, sentir una enorme frustración y rabia al comprobar en
alguna ocasión que intentamos comunicar algo que nos parece importante y no
somos escuchados (mucho menos acogidos). Cuanto más, cuando lo que se quiere
comunicar para nosotros es obvio, autoexplicativo, de una certeza aplastante o
a todas luces sencillo de entender. Sin embargo, no se comprende, no es
valorado en su justa medida. En definitiva, no se ve.
Esto es una constante en la
historia de la humanidad. De hecho, muchos de nuestros conceptos actuales sobre
el hombre y la vida (la igualdad entre seres humanos, la evolución de las
especies, la rotación de los planetas alrededor del sol), pueden ser explicados
a un niño de 10 años y que los entienda perfectamente en sus bases
fundamentales, pero provocaron un debate encarnizado y mucha controversia en su
época. Lo obvio ahora no lo fue antes para una mayoría. Ahora hay temas como la
gestión de los espacios naturales, el liberalismo económico vs la protección
económica desde el estado, los modelos de familia, la democracia de los
partidos, etc… que en el mundo actual provocan debates muy encendidos. ¡Qué
pensaremos de estas cosas en el futuro! Igualmente, no sólo las ideas, sino
muchos estilos de vida y su estética asociada generan agrado o rechazo, en definitiva,
una reacción visceral-emocional muchas veces compartida por un colectivo.
Tenemos por ejemplo los yuppies, los perroflautas, los “de izquierdas”, los “de
derechas”, los religiosos, los ateos, los del Madrid, los del Barsa y un largo
etc de “estos no se pueden ni ver” entre ellos.
Ante cada una de las
controversias pasadas, presentes y futuras, ante cada una de las diversas
formas de vivir la vida, existe un posicionamiento de base por parte de la
mayoría de la población. Digamos, una manera de encarar la diversidad desde una
determinada óptica. Este posicionamiento se caracteriza en primer lugar por
tener un carácter global, es decir, curiosamente afecta al juicio sobre
cualquier tema. Es como unas gafas para ver el mundo que son las que llevas
puestas y ves las cosas como las ves. Es también como un sonido de fondo
que nos condiciona a priori antes de que el otro diga ni media palabra,
como el bajo continuo de la música barroca: un sonido grave y constante, que no
destaca como la melodía, pero que marca toda la pieza con un tipo de emoción
concreta. Por eso al de derechas le
parece iluso (en el mejor de los casos), con falta de sentido de la realidad, o
incluso manipulador todo lo que diga el de izquierdas en cada momento, que
considera a su vez que el de derechas es una rata individualista y poco
solidaria sin conciencia social, totalmente prescindible.
Este fenómeno de posicionamiento y reacción compartido por un colectivo de personas, que nunca va precedido
de una pausa para la observación de los hechos concretos, la reflexión y el análisis,
se podría llamar mentalidad.
Un ejemplo bastante gracioso.
A finales del XIX, la mentalidad de la época Victoriana dictaba de forma dogmática
que las mujeres sufrían de histeria por la debilidad atribuible a su sexo. En
el Londres de aquella época, un “listo” montó una consulta para curar la
histeria (histeria procede etimológicamente de la palabra útero), realizando “masajes
uterinos”. Los masajes consistían realmente en una masturbación del clítoris
y la vagina de la supuesta paciente. Este señor se forró con tanta clienta,
todo esto delante de las narices de los maridos de las susodichas y la sociedad
bienpensante londinense. Antes de reconocer lo obvio, que este “médico” tenía
relaciones sexuales a cambio de dinero (o sea, era prostituto) y que se
beneficiaba a muchas mujeres de la alta burguesía; los maridos, vecinos y etc
preferían convencerse de que sus señoras recibían una nueva terapia
especializada y carísima por un profesional. Su mentalidad les impidió darse
cuenta de algo que para nosotros es obvio y hasta risible. Aquellas señoras
estaban frustradas en una sociedad asfixiante para las mujeres, a las que además
el placer sexual les estaba vedado por pecaminoso. Encontraron una válvula de
escape y la utilizaron, pero esto no se podía explicar tal y como era en la
sociedad de la época. Cosas de la mentalidad victoriana.
La mentalidad no ha sido muy
cantada por las trovas ni glosada por los filósofos, pero en mi opinión es muy
importante porque ha dictado y dicta el destino de personas y pueblos enteros.
Más que la ideología. Porque no es lo mismo mentalidad que ideología,
aunque muchas veces se confundan. La mentalidad es un a priori que
implica el corazón y las tripas de la persona, disfrazadas de razones y
argumentos. La mentalidad dificulta la observación objetiva de los hechos y
el análisis racional de lo que estoy viendo o lo que me cuentan; porque como
todos los apriorismos, el fondo de la cuestión es protegerme a mí y a mi grupo
y no escuchar realmente lo que me están diciendo. Por el contrario, la ideología implica (para existir) que la
persona haya profundizado seriamente en un tema concreto para forjarse un
criterio, lo cual configura una visión global sobre el tema estudiado (economía,
política, familia, etc..), que es razonable pero no dogmática.
Ante todo, la ideología debería
ser algo sobre lo que se puede ser apasionado pero no cerrado. Debería siempre
estar abierta al diálogo y a la posibilidad de cambio dependiendo de nuevas
observaciones, conversaciones, lecturas y análisis. Por eso, la ideología es
accesible, pero no lo es la mentalidad. Uno puede cambiar su ideología
(de hecho debería, según cambian los tiempos), pero es difícil cambiar de mentalidad. La mentalidad entronca con nuestro ego, con nuestro armazón
de creencias más profundo que supuestamente sostiene nuestra seguridad y
autoestima.
Pero mentalidad no es totalmente ego aunque
estén relacionados, el ego es la impronta de nuestra personalidad individual en
las creencias, es la parte particular de la creencia. La mentalidad es la base
de creencias compartida por un colectivo, es la creencia comunitaria. Desde ese
ángulo, la mentalidad es el ego de los pueblos. Por eso nos negamos a
removerlo, muchas veces ni a rozarlo, por más que los hechos puedan entrar en
contradicción evidente con nuestras creencias más profundas. Vivenciamos los
hechos contradictorios con nuestra mentalidad como un ataque personal y contra
nuestra comunidad. Por eso la mentalidad genera enemigos, mientras que la ideología
nos susurra la existencia de adversarios.
Cuando ahora veo debates en la
televisión, en los periódicos y la gente se enciende hablando a voces unos por
encima de otros, siempre me pregunto qué es realmente lo que se confronta,
las ideologías o las mentalidades de colectivos enemistados. En el primer
caso es posible llegar a una negociación, un acuerdo o incluso una síntesis
entre las dos posturas, porque el objeto de discusión es externo a los
contrincantes. Si lo que confrontan son dos mentalidades son dos egos
colectivos los que chocan, el acuerdo es imposible. La necesidad de
pertenencia a un grupo (mi pueblo), las raíces de mi comunidad, todo
eso tiene que ver con el ser interno, que siempre es innegociable.
Entonces …¿qué hacemos?.
No hay que ser duros con
nosotros mismos por tener mentalidad. Somos humanos, la mentalidad tiene que
ver con nuestras raíces familiares y culturales más profundas. Cambiar de
mentalidad sería como “cambiar de padres“. Requiere muchos años de introspección,
de inquietud y de esfuerzos; se debe respetar a los que no quieran emprender
ese viaje.
No obstante, yo animo a los
que son mis amigos a abrir la caja de Pandora de la mentalidad, por el
enriquecimiento que supone hacerlo. Si no conocemos nuestro ego y
nuestra mentalidad, no nos conocemos bien. Podemos convertirnos fácilmente en
carne de cañón de los múltiples manipuladores sociales que pueblan el mundo a
su propio beneficio. Y encima, tener por enemigos a personas de las que podríamos
aprender muchas cosas.